
August Strindberg. 1892. 120 x 90 cm. Museo de arte Moderno, Stockholm, Sweden.

A Strindberg no le gustó la pintura que de él hizo Munch. Pensó que Edvard había
cargado las tintas al plasmarlo en esa odiosa actitud de artista egocéntrico; y por tal motivo repudió el cuadro de inmediato, porque según él esta imagen pretenciosa no se correspondía con la verdadera naturaleza de su noble espíritu. Sin que le importaran las consecuencias, August decía siempre lo que pensaba, de modo que no sólo criticó la obra sino que terminó insultando al pintor (también le irritó que éste omitiera la letra d en su apellido cuando intituló el cuadro, expuesto hoy en el Museo de Arte Moderno de Estocolmo). La polémica en torno de la calidad estética del retrato finalizó en un amargo distanciamiento, uno de los tantas peleas que sostendrían estas dos almas gemelas, quienes para bien y para mal compartían numerosas cosas en común: la hipocondría, la irascibilidad, la misoginia, la inseguridad personal, la rebeldía innata y un talento de estirpe divina.
Durante estos trepidantes años vividos en Alemania, al iniciarse la última década del XIX, August y Edvard compartieron sus filias y sus fobias, y, lo más importante, se disputaron el amor de una mujer adorable: Dagny Juel (“Ducha”), quien estaba casada con Stanilaw Przybyszewski (“Stanczu”), un extravagante poeta polaco que era el espécimen más conspicuo de la bohemia berlinesa. Ciertamente a Strindberg, como al propio Munch, le encantaba ser víctima y victimario del tortuoso juego de inmiscuirse en triángulos amorosos.
Era algo que los dos artistas no podían controlar: amaban y odiaban a las mujeres; les tenían miedo y las deseaban; eran incapaces de satisfacerlas sexualmente y al mismo tiempo sólo ellas, las más liberadas, les provocaban una excitación sexual apremiante. Ambos engañaron y fueron engañados. August se casó en tres ocasiones y tuvo infinidad de amantes. ¡Una larga suma de fracasos estrepitosos! Su primera mujer, Siri von Wrangel, dejó a su aristocrático marido para casarse con el joven y prometedor dramaturgo: una pasión amorosa que se extinguió con rapidez y se transmutó en un frenético aborrecimiento. El segundo matrimonio resultó más lacerante aún: la bella periodista austriaca, Frida Uhl, quien pronto se hartó de los ataques de su marido, decidió abandonarlo para seguir el rastro de Willy Gretor, un marchante de arte, conocido por seducir y en seguida deshacerse de cuanta
dama se le atravesara en el camino. Y el tercero y último enlace nupcial, esta vez con la jovencísima actriz sueca Harriet Bosse, no fue la excepción: el avejentado y enfermizo August –convertido para entonces en gloria universal de las letras- padeció durante sus últimos años la tortura de saber que su insaciable esposa no era capaz de resistirse a cualquier actor mediocre que quisiera cortejarla. (Para colmo de males, la errática Academia sueca cometió la torpeza de no otorgarle el premio Nóbel.) Y de estas llagas purulentas a lo largo de su vida, Strindberg extrajo obras literarias excepcionales. Munch, por su parte, también se auto flageló en cada una de las relaciones amorosas que sostuvo con hermosas mujeres, pero igualmente supo curar sus heridas a través de lienzos que se fueron sumando y nutriendo unos con otros hasta conformar ese amargo y al mismo tiempo veraz retrato pictórico de las pasiones humanas: el Friso de la vida.
Munch y Strindberg, esos dos amigos y rivales, ambos inseguros y soberbios, misóginos e hipersexuales, talentosos y egotistas, hipocondríacos y atormentados, quienes no dudaron en vender una y mil veces su alma al Diablo a fin de
alcanzar los confines de la más alta creación artística. ¡Un compromiso fáustico pactado con sangre y hasta la muerte! August, desde la ruptura con su segunda esposa, padecía crecientes paranoias y unos celos cada vez más patológicos. Pasaba noches enteras sentado a la mesa, con la foto de sus hijos enfrente y un revólver al lado, coqueteando con la idea del suicidio o bien fantaseando con peligrosos experimentos alquímicos que, debido a su torpeza, le produjeron sucesivos accidentes de consideración. (El demencial diario novelado de estos días aciagos en París se publicó en 1898, y porta el más certero de los títulos posibles: Infierno.)Pero, ¿derivado de qué manes se produjo el catártico reencuentro
entre estas dos personalidades iracundas? A los espíritus tutelares de la Revista Blanca, Thadée Natanson y Felix Féneon, se les ocurrió que fuera precisamente el dramaturgo sueco quien reseñara la exposición que Edvard presentaba en el Salón de L´Art Noveau. August no pudo rehuir tan importante ofrecimiento: en aquel faro periodístico –la revista francesa más importante de la época- publicaban algunas de las mejores plumas del orbe: Renard, Mirabeau, Mallarmé, Dujardin, Ibsen, Proust, Valery, Gide, Jarry, Apolinaire, amén de que ella era diseñada e ilustrada por artistas de la estatura de Bonnard y Toulouse. Asimismo, el escritor nórdico no quería enemistarse con Missia, la esposa de Thadée, quien causaba furor
en aquellos años: tenía fascinados a connotados artistas por su belleza y versátil capacidad como promotora artística (entre otras tareas, auspició la gira de Diaghilev por Europa).
Además de cautivar a sus amigos y ser hermosa (Renoir, Bonnard y Vuillard la inmortalizaron en sendos retratos), ella adquirió renombre como espléndida anfitriona, pues no sólo tocaba con destreza el piano, sino que su imaginativa conversación seducía al más misántropo de los invitados a su domicilio. Motivado por tales razones, Strindberg aceptó la ingrata encomienda de escribir un texto sobre su antiguo rival en aquel atribulado cuarteto sexual padecido en Berlín (Stanczu, Edvard y él mismo disputándose el amor de Ducha), un pintor al que admiraba y detestaba, con quien se identificaba demasiado en el plano espiritual y el cual, por lo mismo, permanentemente confrontaba su más hondo narcisismo. Y muy a su pesar, tal vez por la acción misteriosa de los vericuetos inconscientes de la creación artística, a la postre produjo un opúsculo deslumbrante y hasta apologético,
revelador de la portentosa fuerza plástica de Munch, que sería publicado el mes de junio en la insigne Revista Blanca. Por desgracia y no obstante su tono encomiástico, el texto no consiguió restañar las viejas heridas que ambos artistas se habían infringido.
www.revistadelauniversidad.unam.mx/3707/pdfs/24-29.pdf
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